Blogia
75 años del Real Zaragoza

SIEMPRE NOS QUEDARÁ PARÍS

[El Real Zaragoza prepara una gran exposición sobre su historia, su significación y el mundo del fútbol para el próximo mes de octubre, en  el palacio de Sástago. Soy el coordinador del proyecto, y trabajo con un puñado de profesionales de la  empresa audiovisual Videar y en colaboración con los responsables del equipo, que acaba de fichar a ese fantástico jugador que es Fabián Ayala. Hasta que llegue el día de la exposición, irán apareciendo en este blog noticias, retratos de jugadores, textos viejos y nuevos de mi cariño por este club y de la preparación de la muestra. Recupero de mi fondo de armario este texto, que creo que se publicó en el diario “Equipo” hace algo más  de un lustro.]  

Siempre nos quedará París  

Cuando era niño allá en Arteixo (A Coruña) --la patria de Arsenio Iglesias, que luego sería entrenador del Zaragoza y lo haría campeón de Segunda División-- tenía un ejército de botones y una caja de cromos que renovaba todos los años. Era aficionado a leer el As Color y de vez en cuando me encontraba con reportajes históricos, con leyendas del fútbol del pasado, que firmaba Julián de Reoyo. Así conocí los nombres de Yarza, o la delantera de Los Cinco Magníficos, que me aprendí de memoria a principios de los 70: Canario, Santos, Marcelino, Villa y Lapetra.          Entre los cromos del Zaragoza, recuerdo con toda nitidez la cara marcada y laboriosa de José Luis Violeta, el empaque de un arquero como Javier Izcoa, que haría gloria en el Granada, la complexión de Fontenla, interior y paisano, etc. Aquel Real Zaragoza pronto se convirtió en uno de mis equipos favoritos --tras el Depor de Manolete, Vales y Cervera, y el Barcelona de Asensi, Rexach y Fusté--, y en los partidos que yo inventaba en el suelo del salón con los botones daba vida a los inolvidables blanquillos de los 60. Un vecino, emigrado de A Costa da Morte, conocía a Marcelino Martínez Cao y otro a Severino Reija. Fue así como, con doce o trece años, aquellos futbolistas remotos se convirtieron en pequeños héroes que recuperaban su juventud y su fulgor de antaño, de ayer mismo, en mi milagrera imaginación de cronista deportivo.        

Luego la pasión zaragocista se acrecentó con la presencia de Pablo García Castany, Arrúa y Diarte. Violeta, forzoso es decirlo, tenía un almario propio en mi corazón: lo seguí en los partidos del televisor, en las infaustas tentativas de su marcha al Madrid, en aquella desgraciada jugada con Miguel Reina que le costó su despedida de la selección de Kubala. Con Arrúa disfrutaba de lo lindo, aunque al diez paraguayo jamás le pude perdonar su rivalidad manifiesta con Jordao, que sería otro de mis ídolos. Y lo era no sólo por lo bien que jugaba al fútbol, por sus regates y por su calidad técnica de seda y saudade, sino porque lo emparentaba con aquellos portugueses del circo --maravillosos y enigmáticos para mí-- que plantaban su carpa en el campo de fútbol donde Arsenio entrenaba a sus pupilos poco antes de que se hundieran en Segunda División. En aquellos momentos de paradojas interiores, García Castany era mi jugador predilecto: coleccionaba sus entrevistas, recortaba las crónicas donde se recogían y se comentaban sus goles, como aquellos tres que le endosó al Madrid en 1975 en la memorable noche del 6--1, y coleccionaba sus fotos de prensa. Siempre he sido mitómano, y con el fútbol mucho más: colocaba a García Castany a la altura de Gerson, Maneiro, Lubanski, Dobrin y Gianni Rivera; era así de exagerado. O de comedido. Sin haber estado nunca en Zaragoza, ya me había familiarizado con La Romareda, con el Ebro y con la historia del club. Y recuerdo que me decepcionó que un cabezazo de Gárate alejase a los aragoneses de la Copa del Rey en junio de 1976.
        

Desde aquí he seguido al Zaragoza con un entusiasmo intermitente. Me encantaba aquel formidable equipo de los 80, liderado por Leo Benhakker, que hizo soñar a todo el mundo con la magia inesperada y la ciencia del pase de Juan Señor, la proyección de Barbas, la ambición y el remate de Amarilla y la sólida complementariedad de Jorge Valdano. Pero el momento que me ha emocionado más se produjo cuando el Zaragoza trajo a Nayim del Nottingham Forest: adoraba al jugador desde sus tiempos del Barça de Terry Venables, lo consideraba el incomprendido, un futbolista increíble dotado de una técnica admirable, grandiosa, mezcla de visión, audacia y malabar. Para mí era el nuevo García Castany.
        

Me dolía cuando no jugaba, cuando decían que era intermitente. Seguía siendo tan forofo como cuando era niño. Nayim despertaba en mí la vieja idolatría hacia García Castany. Aquel equipo del 94 / 95 iba más allá de Nayim, mucho más: jugaban todos. Todos. Desde Cedrún o Juanmi hasta Esnáider; allí andaban el lanzador Poyet, la inteligencia pausada y exacta de Aragón, la enloquecida carrera de Higuera, la sabiduría lenta y letal de Miguel Pardeza. Y con ellos, Mohamar Ali Amar, Nayim: invisible a veces, dominador, astuto, raro y con frecuencia brusco. El Zaragoza paseó su candidatura por Europa y fue tumbando rivales: Feyenoord, Chelsea, y por fin el Arsenal en la memorable noche en que París fue una fiesta aragonesa.
        

De súbito, cuando los dos equipos agonizaban y no se presumía otro destino que el azar de los penaltis, surgió la testa alzada y la diestra de Nayim: miró un segundo y atisbó, entre la jauría y la medianoche vencida, un agujero para la inmortalidad en la misma red. Golpeó y apenas tuvo tiempo de pensar que por el cielo avanzaba una bala de fuego, el impacto ideal, la jugada que sueña quien ansía la eternidad: el gol del siglo. Un gol al límite, dramático, irrepetible, veloz como una centella, inaprensible como un suspiro de amor.
        

Aquel milagro constituye un lugar de la memoria al que volver, el edén del anhelo largamente acariciado, el tesoro de la afición. Nayim nos hizo dichosos a todos. Y para mí, secretamente, cerró un círculo que había nacido con los cromos, en las páginas del As color de los miércoles con Los Magníficos, que se graduaron en Europa en 1964, y en los heroicos partidos con mi ejército de botones mientras, en la calle, se desmandaba la lluvia. El ceutí se morirá en París un día de aguacero del cual tiene ya el recuerdo...

 

0 comentarios