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75 años del Real Zaragoza

SIGI: ESPLENDOR Y OCASO DEL SOL DE PERÚ

José Sigfredo Martínez, Sigi, llegó al Real Zaragoza siendo casi un adolescente. Tenía 18 años. Era de Callao (Perú) y había asombrado a los directivos zaragozanos durante una gira: parecía llevar el balón cosido al pie y poseía una técnica que parecía, más que malabar o habilidad de funambulista, magia pura, destreza absoluta, como si el balón fuese un apéndice de su minúsculo y moreno cuerpo. El propio Di Stefano se quedó perplejo en un choque ante el Real Zaragoza en la primera temporada del jugador, 1962/1963: aquella tarde en la Romareda un Madrid en crisis palideció ante la suerte de regates y pases de un muchacho leve y osado, que no temía a nadie, y que procedía del Cristal. Cogía el balón y sorteaba rival tras rival sin importarle que pudiese llamarse Di Stefano o Puskas: con ese desparpajo e insolencia del jugador que está dispuesto a comerse el mundo, Sigi anunció que en él había un futbolista de maravilla, un artista.        

Su primera campaña fue la más feliz en Zaragoza. César contó con él en 18 partidos y el joven le devolvió la confianza y se ratificó con nada menos que ocho goles. El equipo, que iniciaba su irreprochable lustro de felicidad, alcanzó el quinto puesto, y Sigi se quedó a un sólo tanto de los máximos goleadores Marcelino y Murillo, e igualó la cosecha de Seminario, que se marchó ese mismo año en mitad de campaña. La delantera más habitual del equipo fue: Marcelino, Duca, Murillo, Sigi y Lapetra, aunque también entraban en el conjunto Miguel, Villa y Santos. Sigi incrementó su cuenta goleadora con un tanto más en la Copa del Rey y dos en la Copa de Ferias.
        

La afición se encaprichó con él. Jugaba con absoluta exquisitez: era elegante en el control de balón, escurridizo en el regate, poseía intuición, atrevimiento e inventiva, y su desplazamiento era tan preciso como delicado. Algunos críticos y compañeros que lo vieron jugar en su esplendor lo han comparado en técnica futbolística a Maradona: parecía que con el balón en el pie no había resolución que se le negase. Era menudo, airoso, capaz de lo impredecible, con tendencia a la jugada individual, pero también asistía al compañero y asumía la responsabilidad de dirigir al equipo. Su puesto habitual era el de interior izquierdo, aunque en ocasiones sustituyó a Lapetra y formaba una sociedad de centrocampista ideales con Villa, Duca o el esforzado Santos.
        

La prensa se entusiasmó y empezó a dedicarle epítetos. Miguel Ángel Brunet, desde Zaragoza Deportiva, lo designó "La octava maravilla del mundo", tal fue el impacto que produjo. Otros calificativos dan una idea del eco que tuvo Sigi y del deseo de los aficionados y periodistas en saludar a una nueva figura: "El sol del Perú", "Una estrella caída del cielo" o "El tesoro de los incas". Con melancolía, el jugador recordaría muchos años después uno de esos titulares que uno guarda con cariño y que fue un motivo inmenso de esperanza: "Sigi y poco más".
        

Sigi era el Curro Romero del Zaragoza. Capaz de lo imposible, amigo de la perfección, perseguidor del hechizo y del gol tras un laberinto de belleza: el gol era la consecuencia del bello fútbol. Estuvo cuatro campañas más en el equipo y su aportación fue más bien desigual. La gran campaña 63/64, en la que el equipo obtuvo la Copa de Ferias y del Generalísimo, su aportación se redujo notablemente: participó en seis partidos de Liga, dos de Copa del Rey y uno de la Copa de Ferias. Su calidad seguía indemne, se acrecentaba, pero Ramallets y luego Luis Belló encontraron una alineación inmutable con Canario, Duca o Santos, Marcelino, Villa y Lapetra; Santos eclipsó a Duca y nacieron Los Magníficos. Sigi tuvo pocas opciones, participó en amistosos e inició su travesía del desierto: soportó la suplencia e intentó aprovechar sus oportunidades. Cada vez que salía, el público le miraba con arrobamiento: sabía que en cualquier instante iba a realizar una jugada magistral, iba a derramar un manojo de detalles para el recuerdo.
        

En la campaña siguiente pasó inadvertido en la Liga y en la Copa de Ferias tuvo un momento de gran esplendor: marcó tres goles a La Valetta. Quizá, salvo algún Carranza y aquel choque inolvidable ante el Madrid de Di Stefano, fue su mejor partido. Lució su clase, sus golpes, su determinación, se empeñó en ratificarse: demandó un lugar entre los grandes, pero no fue posible. Siempre estaba ahí, educado, caballeroso y tal vez un tanto tímido, esperando su gran oportunidad. Cierta tendencia a la irregularidad perjudicó su evolución en un colectivo con media docena de internacionales.
        

Parecía que iba a ser en la triunfal campaña del 65/66, donde el Zaragoza ganó la Copa del Generalísimo (Sigi participó en cuatro choques y marcó tres tantos) y perdió la Copa de Ferias ante el Barcelona, en una final a dos partidos, cuando asistiésemos a la confirmación definitiva de Sigi, pero no fue así. Ni tampoco en la siguiente temporada, la de su adiós tras 35 partidos de Liga en cinco años. Algunos le despidieron con nostalgia y una sensación de frustración: el hombre que tenía todas las cualidades, el estilista ejemplar del equipo, la estrella en ciernes, aquel interior de esponjosa clase se marchaba joven al Elche; más tarde ingresaría en el Villarreal y ratificaría, ahora sí y sin sombras, su clase en Francia. 
        

Su zaragocismo fue ejemplar. Y la directiva así lo reconoció: le fichó como técnico del club e incluso hizo sus pinitos de entrenador en el Deportivo Aragón. Lástima que su reconocido talento, su técnica, su golpeo preciso y su hermosa concepción del juego no hayan cristalizado en el Zaragoza donde tanto se ha amado el buen fútbol. Pasó en distintos momentos con Trobbiani, Pepe Mejías, Ramírez o José Jordao. Pero con  José Sigfredo Martínez, Sigi, ocurre que todos los aficionados lo quieren y lo añoran: es carne de leyenda, vívisima memoria del imaginario colectivo del club.
 

VILLA, EL ARISTÓCRATA DE LOS MAGNÍFICOS

VILLA, EL ARISTÓCRATA DE LOS MAGNÍFICOS

El Real Zaragoza es uno de los equipos españoles que cuenta con el mayor número de monografías. Entre otros se han ocupado de su historial, auténticamente grande desde los años 60, Ricardo Gil en dos ocasiones al menos, Javier Lafuente y Pedro Luis Ferrer, el ex presidente Ángel Aznar, Antonio Molinos o José Miguel Tafalla. Todos ellos han desmenuzado con distinto grado de intensidad la biografía de los blanquillos, esa mirada a la leyenda del tiempo que concentra momentos irrepetibles: aquel Trofeo Ramón de Carranza en que Los magníficos batieron al fabuloso Benfica de Eusebio y Torres, aquella noche heroica en Inglaterra ante el Leeds de la Jirafa Jackie Charlton, la final de Copa del Generalísimo de 66 en la cual Iríbar El chopo se ratificó como uno de los grandes arqueros de Europa pese a ser batido en dos ocasiones por los aragoneses, que realizaron un choque sobresaliente, la victoria inolvidable en Barcelona, en la Copa de Ferias de 1964, ante el Valencia.

         Unido a esos  lapsos de absoluta conmoción, inmerso en el centro de la épica, se halla uno de los jugadores irrepetibles de la trayectoria del club: Juan Manuel Villa, centrocampista de ataque, con sentido vertical del juego, imparable en el regate, elegante y aristócrata, señor del dribling, maestro del toque cada domingo. Villa fue soberbio y casi se especializó en marcar goles decisivos en las finales: lo hizo en las dos de 1964, apoteósicas, en la de 1966 y lo había hecho ante el Barcelona en 1963, cuando los culés impidieron que el Zaragoza se proclamase por vez primera campeón de la Copa del Generalísimo.

         Juan Manuel Villa demostró en las categorías inferiores del Real Madrid que iba para figura. Nacido en Sevilla en 1938, se trasladó a la capital con apenas quince años y se empeñó en alcanzar la gloria sobre el césped. Estuvo a punto de logarlo, pero se cruzaron en su camino futbolistas como Puskas o Di Stefano, y jugar a su lado se antojaba una quimera. Hizó el meritorio en categorías inferiores en el Plus Ultra y se demostró a sí mismo que podía participar en Primera División en una campaña en la Real Sociedad. Se cuenta que el interior --o mediapunta que irrumpe, a contrapié, desde la izquierda-- veraneaba en Salou y que allí coincidía con muchos aragoneses, de tal manera que cuando se topó con la oportunidad de venir al Zaragoza, que presidía Waldo Marco, no lo dudó: el conjunto aragonés había quedado tercero en las dos últimas temporadas, ganaba, convencía y seducía, y contaba con excelentes futbolistas Seminario había sido el máximo artillero nacional en 1961/1962, Murillo respondía a las mil maravillas con sus ademanes de pulpo. Atisbó que era la oportunidad de su existencia de futbolista y aquí se vino en la campaña 1962/1963, aunque sabía que competidores en su puesto no le faltaban: estaban Duca, el brasileño de fantasía y esfuerzo, Sigi, que sería bautizado como "la octava maravilla del mundo" y jugaría en 1962/1963 su mejor temporada, en la cual lograría hasta ocho goles, el veterano Miguel, que disfrutaba de una segunda juventud, y Eleuterio Santos, un tinerfeño que parecía un escuálido corredor de fondo.

         Villa encontró su sitio, exhibió sus buenas maneras y anotó en su casillero tres dianas. La campaña siguiente fue la mejor de las suyas, si a goles nos ceñimos: se convirtió en el máximo realizador del conjunto y reclamó protagonismo en el quinteto de Los magníficos y también en la selección nacional, con la que llegó a jugar tres partidos --revisamos una crítica de los partidos y leemos que un comentarista le reprocha al sevillano que se luzca en exceso en filigranas y en regates-- y estuvo de suplente de Luis Suárez y Fusté en la Eurocopa de ese año, que sentenció el legendario y casi imposible gol de Marcelino a Lev Yashine. Su categoría no generaba dudas y se ratificó por completo en el periodo 1965/1966, en el cual los zaragocistas estuvieron a punto de igualar el doblete de 1964, pero el Barcelona pujaba fuerte y luchaba ya contra sus urgencias históricas.

         Villa completó el año 65 con nueve goles y el 66 con cuatro; las lesiones no siempre le respetaban tanto como los contrarios. Sabían que en un momento determinado, mientras Lapetra hallaba su sitial de falso extremo que dirige y sienta cátedra o se ceñía el peso del equipo a su prodigiosa bota, Villa penetraba por la izquierda a golpe de zancada o se abría paso con aquel regate vertiginoso que poseía, casi imparable cuando imprimía su quinta velocidad. Su inventiva le permitía enhebrar pases, armar paredes y triangulaciones, asistir a Marcelino, Canario o Santos, o asumir la responsabilidad del tiro, del remate, de la finalización en distintas posiciones. El equipo compareció en Europa hasta el año 67/68, la siguiente campaña fua aciaga para Villa --jugó sólo cuatro encuentros-- y para el grupo, que se quedó a un punto del descenso directo. Los especialistas vaticinaron entonces el final del interior, el naufragio de Los magníficos era evidente, pero jugó muy bien la siguiente y el club subió hasta la octava posición al final. En 1970/1971, que a la postre sería la de su adiós sin excesiva gloria, dio un paso inusual: se sintió llamado por la política y fue elegido concejal de deporte de Zaragoza. Eso le generó conflictos y disputas con la afición y especialmente con el presidente Ricardo Usón, que le acusó de indolencia y de escasa profesionalidad. Juan Manuel Villa, exquisito siempre, un aristócrata del balompié como lo eran Manolo Velázquez o Luis Suárez, se despidió con el equipo en Segunda División tras nueve años. Aquel sí que era un nefasto colofón para un conjunto que había proporcionado tardes y tardes de felicidad y emoción a las aficionados y a sí mismo.

         Villa, inteligente, audaz y refinado, ha reconocido una y otra vez que Los magníficos fueron algo más que una máquina de jugar: eran un grupo de amigos que extendían su círculo de complicidades y afectos a todos los demás integrantes de la plantilla, y eso tenía su equivalencia en el espectáculo y en la alegría que derramaba aquel Zaragoza que se nos impone una y otra vez como una nítida película de la memoria del corazón.

*Juan Manuel Villa con el Real Zaragoza de 1966. He aquí la alineación completa que todos los niños se sabían de memoria, con absoluta felicidad: Yarza; Irusquieta, Santamaría, Reija, País, Violeta (de pie); Canario, Santos, Marcelino, Villa y Lapetra (sentados). Probablemente el equipo más extraordinario de los 75 años del club.

RUBÉN SOSA; EVOCACIÓN CON GOLES

RUBÉN SOSA; EVOCACIÓN CON GOLES

JUVENTUD Y ESPLENDOR DE UN PRÍNCIPE 

El Real Zaragoza afrontaba en la campaña 1985/1986 un importante número de bajas: el centrocampista Juan Alberto Barbas fue traspasado al Lecce, Jorge Valdano partía al Real Madrid y Surjak, el exquisito extremo e interior de la selección yugoslava, regresaba a casa. Ángel Aznar asumía la presidencia con un entrenador cercano, curtido en mil experiencias futbolísticas: Luis Costa. Los directivos habían lanzado una vasta ojeada hacia los campos de Europa y de Latinoamérica, y se habían quedado sojuzgados por un muchachito de 19 años del Danubio de Montevideo. Era un zurdo nato, más bajo que alto, con determinación y potencia, y una rapidez de gamo saltador y veloz. Además, poseía una zurda de impacto: una zurda sin educar, de trallazo seco, de fogonazo súbito. Él fue la gran apuesta del club, junto a otros jugadores nacionales como Pardeza y Paco Pineda. Ambos formarían con el futbolista charrúa --conocido como "el poeta del gol" y "el principito"-- una delantera que iba a sorprender y a maravillar muchas tardes.         

El equipo avanzaba a trancas y barrancas, y miraba hacia lo alto de la tabla. Rubén Sosa exhibía sus credenciales a cuentagotas: ni en La Romareda ni fuera acababa de encontrarse con el gol y más que un gran jugador, parecía una promesa asustada, sin pulimentar. Tenía ráfagas de clase, sembraba a su paso destellos de peligro. Poseía del don del zambombazo, un regate aseado y veloz y capacidad para irrumpir por sorpresa, pero se revelaba un tanto tímido, como si estuviese desconcertado. En noviembre marcó su primer gol, que significaba el número mil del club. Ese fue un agasajo del destino. Sosa mejoró y acrecentó sus prestaciones. El equipo acabó cuarto al final y consumó una importante gesta: eliminó al Real Madrid en semifinales ("el poeta del gol" estuvo espléndido en La Romareda: goleó por partida doble a los merengues) y se enfrentó a un grandioso Barcelona en la final, a un Barcelona aciago dirigido por Bernd Schuster. Sosa lanzó un disparo seco y raso desde lejos, tocó el ex zaragocista Pichi Alonso y Urruticoechea fue incapaz de detener el nuevo curso del balón. Aquel gol fue suficiente: el Barcelona se desgañitó, pero los aragoneses vencieron y celebraron el título como solían hacerlo años atrás: en la plaza del Pilar. Era casi un milagro: un equipo modesto había sorprendido a los grandes y recuperado el trono de "Los Magníficos".
        
En la segunda temporada, 1986/1987, Pardeza volvió a Chamartín a disputarse un puesto con Valdano. Ángel Aznar, en medio del estupor colectivo y del entusiasmo del éxito, anunció su retirada. Le sustituyó Miguel Beltrán, que no iba a tener lo que se dice un mandato apacible. El equipo fue cediendo en todos los terrenos, aunque realizó una excelente campaña en la Recopa: eliminó  tras un partido legendario a la Roma de Boniek (el fabuloso jugador polaco que había maravillado con la selección y con la Juventus, junto a Platini), tumbó al Wrexham y cayó con dignidad ante el futuro ganador de la competición: el Ajax de Cruyff (entrenador), Van Basten o Frank Rijkaard. Sosa nunca se halló cómodo en el conjunto, marcó sólo cuatro tantos y sus goles se necesitaban, se exigían, se imploraban en el estadio. El equipo padecía convulsiones interiores ("Pato" Yáñez y Pepe Mejías no habían aportado lo que se esperaba de ellos), vivía en el letargo, en zona de nadie.
        

La última campaña de Rubén Sosa resultó la mejor. Jugó 36 partidos en la Liga y marcó 18 goles, y participó en once encuentros con la perla negra Frank Rijkaard. Fue el segundo máximo goleador del campeonato, aunque muy lejos de Hugo Sánchez. Ahí recobró de golpe su pegada y lució con toda brillantez: era el ídolo absoluto de La Romareda. Los aficionados coreaban su nombre, se deshacían en cánticos en su honor: cada tarde marcaba su gol; Señor le lanzaba o el mismo Pardeza, y de golpe allí aparecía "el principito", con una filigrana, un golpe de cadera, un impacto seco y exacto, un gambeteo, un cabezazo en plancha, y adentro: Gol. Gol. Gol. Fue determinante en muchos sentidos: como goleador inapelable, como futbolista completo en los aledaños del área e incluso en la trastienda del club: apoyó el cese de Luis Costa y su recambio por Manolo Villanova. Asumió que en aquel polvorín de desencuentros y enfrentamientos, que reproducían el clima de desasosiego de la Liga anterior, acabaría marchándose. El Real Zaragoza, que soñaba con los búlgaros Sirakov e Iskrenov, lo traspasó al Lazio por 192 millones de pesetas. Si no lo hacía entonces --y además la directiva no estaba dispuesta a aceptar sus peticiones de 50 millones de pesetas de sueldo anual--, el jugador acabaría obteniendo la carta de libertad más o menos gratis. Rubén Sosa empezó su gran ciclo futbolístico en el Real Zaragoza: aquí sólo vimos su nacimiento, atisbamos su futuro esplendor, olimos su indudable clase, su explosividad imparable, su regate atropellado pero vertiginoso, con veneno y sentido.
        

Su trayectoria posterior no engaña a nadie. Jugó en el Lazio, en el Inter y en el Logroñés, entre otros equipos. Fue una de las figuras de la selección uruguaya que ganó la Copa de América con Enzo Francescoli y Rubén Paz, entre otros, y fue galardonado en su país y en el continente. Era el delantero decidido, batallador, el misil que huye por sorpresa y golea con facilidad, el ariete o exterior más refinado de lo que pudiera parecer que empezó a escribir las páginas iniciales de su grandeza en La Romareda, teatro de la fantasía, semilla del sueño y de la gloria en algunas tardes imborrables.
 

*Rubén Sosa forma  con el equipo que ganóla Copa del Rey en 1986.

SEVERINO REIJA, EL DEFENSA MODERNO

El Real Zaragoza de los años 50 tuvo una de las mejores defensas que se recuerdan: Torres, Alustiza y Bernad, con Perico Lasheras o Enrique Yarza en la portería. Los niños la recitaban de memoria, igual que la obligatoria lista de los reyes godos. En la temporada 59 / 60, el equipo se hizo con los servicios de un delantero cabeceador, procedente del Ferrol, Marcelino, y de un medio de largo recorrido que presentaba una credencial importante de goles con el Deportivo de A Coruña, Severino Reija, oriundo de Lugo, donde había nacido en 1938. Debemos recordar que en aquella campaña también se incorporaron al club los hermanos Lapetra. Nadie discutía ni el poderío ni la profesionalidad de Bernad: era un defensor contumaz que había dado un excelente resultado en La Romareda y en el viejo Torrero, pero fichó por el Arenas con 30 años.        

Severino Reija se convirtió en titular indiscutible desde su llegada, honor que no perdió hasta su retirada, una década después. Aunque aquella no parecía su demarcación natural, el jugador se adaptó a la perfección al territorio del zurdo y conjugó a las mil maravillas las tareas defensivas con las de ataque. En cierto modo, Reija se anticipó a la figura del carrilero que toma metros y metros hacia adelante y hacia atrás, y juega con rigor en retaguardia y con osadía arriba, con las virtudes de un extremo que corre, apoya la jugada, regatea y aún tiene ínfulas y resistencia para tirar el pase de la muerte, una de las virtudes del nuevo fichaje. Con modestia y entrega, Reija no se alejaba demasiado de otros grandes laterales europeos como el alemán Schnelinger o el italiano Facchetti.
        
En las primeras campañas, el Zaragoza pasaba con más pena que gloria: solía quedarse en medio de la tabla, pero de inmediato comenzaron a llegar los éxitos: el club, arropado por la clase de Seminario, la resolución de El pulpo Murillo y la dirección magistral de Carlos Lapetra, fue dos veces tercero, dos veces cuarto y quinto en tres campañas; se transformó en un elenco temido y respetado que practicaba un balompié de fantasía. Los entrenadores, uno tras otro (Ochoa, César, Ramallets, Daucik, Roque Olsen, Luis Hon, Luis Belló, etc.), confiaban en él absolutamente; hubo un momento en que la defensa formó con el turolense Torres, apodado El expreso de la banda, Alustiza y Reija; luego con Cortizo, Rodolfo y Reija, trío conocido como la retaguardia gallega, y en algún otro momento con el paraguayo Benítez, otro extremo adaptado a la defensa que falleció siendo jugador del Barcelona, Rodolfo o Alustiza y Reija, hasta que se llegó a la zaga mítica de Los Magníficos con Cortizo primero (hasta aquel injusto incidente con el teatral Enrique Collar) y luego Irusquieta, Santamaría y Reija.
        

No vamos a contar de nuevo el éxito apabullante de Los Magníficos, pero sí debemos recordar que aquella escuadra para la memoria no sólo fue una delantera excepcional, sino que había otras figuras: la sobriedad de Yarza, la clase de País, el trabajo incesante de Isasi y Pepín, el desdoblamiento y la calidad de Violeta, la firmeza de Santamaría, Cortizo e Irusquieta. Y Reija fue siempre una de las principales estrellas, y a su manera un jugador moderno, que se aproximaba al fútbol total, de defensa y ataque continuos. Buena prueba de ello son esas diez campañas en Primera División como titular indiscutible, y sus dos campeonatos Mundiales con la selección, desde 1962 hasta 1967. Debutó en Viña del Mar, en el Mundial de Chile, ante Checoslovaquia y abandonó el equipo nacional en la Eurocopa en 1967 también ante Checoslovaquia. Participó en un total de 19 encuentros --esos son los que hemos contabilizado en el libro La selección a través de sus crónicas de Bernardo de Salazar (El País Aguilar, 1996); Javier Lafuente y Pedro Luis Ferrer en su libro del Real Zaragoza le atribuyen 20--: primero apeó del puesto a Isacio Calleja e hizo esperar turno a Canós del Elche y a un emergente Eladio del Barcelona. Era superior a todos ellos en rapidez, tesón (conviene recordar que le otorgaron el trofeo a la Furia), ambición y frialdad si la ocasión lo exigía; aunque era un lateral de ataque --nervio, sacrificio y talento--, también hizo grande méritos como marcador versátil.         

Fue un jugador de gran personalidad, que imponía su sensatez y su profesionalidad dentro y fuera del terreno, hasta el punto de que lució el brazalete de capitán tanto en la Selección como en el Zaragoza. Los Magníficos marcaron una época de fútbol espectacular y conjuntado: jugaban de memoria, adivinaban los movimientos del compañero, exhibían una enorme gama de variaciones técnicas, y si no acertaba uno culminaba otro: siempre aparecía la cabeza de Marcelino, o si no el regate, la zancada y el disparo del mediapunta Villa, la organización y el virtuosismo de Lapetra, la velocidad casi eléctrica de Canario, la labor tenaz de Santos o la internada por sorpresa de Severino Reija. Dos Copas del Generalísimo, dos finales perdidas ante el Barcelona (Reija, castigado, no llegó a jugar. Tampoco pudo participar por lesión en la final de la Eurocopa de 1964 ante la URSS) y el Atlético de Madrid, y la mítica Copa de Ferias, con Luis Belló como entrenador, subrayan una trayectoria impresionante. Fue reconocido en Europa (Helenio Herrera dijo maravillas de él en los tiempos en que era entrenador del Inter de Milán) y se enfrentó a los mejores jugadores del momento: Eusebio, Van Himst, Banks, Sarti, Horvath, Emmerich, Uwe Seeler, Bobby Charlton, Mazzola y Riva, entre otros.
        

Cuando rondaba los 30 años y con cerca de 350 partidos en su haber, con el equipo en proceso de renovación, Reija se retiró y se afirmó al frente de un elogiado negocio de ropa.
 

FELIPE OCAMPOS, LA FIERA DEL ÁREA

FELIPE OCAMPOS, LA FIERA DEL ÁREA

 El ariete clásico paraguayo jugó cinco temporadas en el club e integró el equipo de "Los zaraguayos"  

Marcelino llevaba algún tiempo arrastrándose por los campos, ya había impreso en el viento y sobre la hierba los fastos de su leyenda, y Miguel Ángel Bustillo, el excepcional cabeceador que apartaría del fútbol Pedro De Felipe, acababa de ser traspasado al Barcelona. El Real Zaragoza necesitaba un ariete que encabezase la vanguardia y amortiguase con sus goles la decadencia consumada de "Los Magníficos". El primer recambio fue Quirós, que no llegó a triunfar. El segundo fue un paraguayo recriado en Buenos Aires, que logró demostrar que era hijo de gallegos. Tras un informe entusiasta de Rosendo Hernández, el club se hizo con los servicios de un delantero centro clásico que se había ratificado en las filas del Guaraní y que era internacional: formaba en la escuadra nacional paraguaya junto al inolvidable Saturnino Arrúa. Era un ariete rotundo de ésos que hemos conocido siempre: piensen en Klaus Allofs o Hrubesch, en Joe Jordan, en Janker, en el mismo Yordi de hoy, de anteayer. Se llamaba Felipe Ocampos y tenía aspecto de toro.         

Era fibroso, alto y de complexión fuerte, y tenía una cabeza soberbia, la testa irreductible del goleador. En realidad, era su mejor virtud: sabía colocarse hacia el punto de penalti y cazaba todo pájaro o balón que volase. En cuanto intuía que podía llegar, se erguía en vuelo impetuoso. Se lanzaba con arrojo y no le importaba quienes fueron sus adversarios: le daba igual que pugnase con Paco Gallego del Barcelona, el citado De Felipe o más tarde Benito (ambos del Real Madrid), que sería su bestia negra, Echebarría del Bilbao, Luis y Domínguez del Coruña. Ocampos asumía su destino de gladiador o de combatiente que persigue la suerte a codazos y trompicones, e incomodaba, rugía, imponía el fastidio. Una tarde frente a él era como enfrentarse a un ciclón: había que saber que el vendaval amenazaba con arramblar con todo, con desarbolar y desquiciar cualquier retaguardia. Ningún defensa tuvo una tarde mansa a su lado. Al cabo de los 90 minutos, solía marcharse al vestuario con alguna diana o con un diluvio de sudor que era la demostración de que se había ganado el sueldo y el respeto de los rivales. Eso sí, si aguantaba la hora y media sobre el césped, porque el paraguayo era temperamental y rudo, y tenía inclinación a la gresca, lo cual acababa a menudo en expulsión.
        

Felipe Ocampos llegó, vio y venció. Pronto se hizo acreedor al apodo de "Cara rota", que parecía un nombre de indio. En su estreno en la campaña 69/70 marcó nueve goles, y contaba como cómplices principales con Santos y Villa, con Violeta y Planas. Su mejor tarde de aquel año fue ante el Coruña: Ocampos anotó tres goles en uno de sus partidos más felices. Y al año siguiente, en una de las Ligas más extrañas de los últimos tiempos, el Zaragoza fue el último de la tabla y Ocampos cosechó tres goles.

         El año más amargo de Alfonso Usón (que sería sustituido por un dinámico y joven José Ángel Zalba) también lo fue de Ocampos: sufrió una grave lesión y vio, con impotencia, como el Zaragoza se iba a Segunda División. El abismo se rozó también en la categoría inferior: la primera vuelta fue bastante desastrosa, y comenzó a arreglarse en la segunda con la incorporación y los goles de Ocampos. Catorce en total. El otro gran delantero del momento fue Galdós, que batió a los porteros contrarios en 18 ocasiones; José Luis Costa, que había sido fichado el año anterior en competencia con el Atlético de Madrid, dejó notar su sello de juego y goles, marcó cinco. Pero lo mejor, además del ascenso, en pugna con el Oviedo de Galán, La Cultural Leonesa de Marianín, el Castellón y el Elche, fue la recuperación de Ocampos, que se convirtió en el ídolo en un equipo sin auténticas figuras.         

El banquillo, al fin, tras un baile inacabable de entrenadores, había encontrado estabilidad en la figura de Luis Carriega, que fue el preparador del gran equipo que se avecinaba: los "zaraguayos" con Blanco, Ocampos, Arrúa, Diarte y Soto. En su cuarta campaña, Ocampos fue el máximo goleador con nueve dianas y el Real Zaragoza pasó de tercero en Segunda a octavo en Primera.
        

A Carriega no le deslumbraba el amor de La Romareda a Ocampos. Le parecía un delantero estático, que aportaba pocas soluciones y escaso dinamismo en ataque. Carecía de desmarque o de velocidad, aunque su eficacia de cabeza y a veces con el pie no admitía discusión. Y, sobre todo, le molestaba su carácter polémico, su afición a las marrullerías, la facilidad con que caía en las provocaciones que le tendían los defensas. En su quinta temporada, 73/74, el año de Cruyff y Arrúa, fue expulsado dos veces y su enemistad con los árbitros parecía evidente: era el futbolista que ya estaba prefigurado en la libreta para ser amonestado o excluido. Al final de campaña, sería traspasado. Ya había ingresado en la plantilla su sustituto: Carlos Martínez Diarte. Ocampos se despidió como mejor sabía hacerlo, con seis goles, y formando parte de una delantera impresionante: Rubial, García Castany, Ocampos, Arrúa y Soto. El Zaragoza se agigantó y quedó tercero. Diarte asumió su puesto y el uno de mayo de 1975 esa delantera le metió seis goles al campeón Real Madrid.

         Hace algo así como un lustro Felipe Ocampos volvió a La Romareda, el escenario de sus mejores sueños. Y aquí, conmovido por el afecto a la historia y a unos colores, fue todo menos que un ogro: mostró su emoción, su desconocida dulzura, su gratitud al club de sus amores, y soñó con marcar de nuevo en esos diez minutos inolvidables para la eternidad en que los "zaraguayos" volvieron a reunirse y abonar el sueño un cuarto de siglo después. Ocampos, el monstruo humano de cada tarde, el goleador impulsivo, el rabioso discutidor, no pudo contener las lágrimas. La roca se deshizo en público en manantial de añoranzas.

*Los "Zaraguayos": Cacho Blanco, Ocampos, Soto, Arrúa y Diarte. La foto, que creo que pertenece a Antonio Calvo Pedrós, la he tomado de www.geocities.com.

 

LA LEYENDA DEL TIEMPO / JOAQUÍN MURILLO

LA LEYENDA DEL TIEMPO / JOAQUÍN MURILLO

    "EL PULPO" GOLEADOR

Los cronistas de la historia del Real Zaragoza no han sido justos del todo con el gran cañonero del club: Joaquín Murillo, barcelonés formado en el Europa, autor de 113 goles en 176 encuentros y máximo goleador en Primera División. Nada más y nada menos que 90 aciertos en 146 choques. Ahí supera a Pichi Alonso, Pardeza, Saturnino Arrúa, Eleuterio Santos, Paquete Higuera, Raúl Amarilla y Poyet. Y a Marcelino Martínez Cao, quien ostenta un total de 116 (otros hablan de 122) tantos en 331 encuentros, aunque sólo 73 han sido obtenidos en la máxima categoría, a los que deben sumársele los goles en las competiciones europeas y copa del Generalísimo. La pugna con un más que emergente Marcelino, en 1964, condujo a Murillo a la despedida por la puerta falsa del club en febrero de ese año: un sector de los aficionados le pidió con pancartas que se quedase, que continuase marcando goles desde los ángulos más diversos y en las posiciones más acrobáticas.

Pero El Pulpo --que se las había tenido con el entrenador Antonio Ramallets: taciturno y rígido, le expulsó de un entrenamiento-- partió al Lérida y poco después se retiró para siempre.
        

Las excelentes monografías del club reproducen algunas fotos suyas, incluso le recuerdan como fugaz capitán antes de que Yarza se convirtiese no sólo en el portero asombro de España sino en el abanderado de Los Magníficos, pero pocos se detienen a narrar sus goles, su entrega, su increíble carisma que comenzaba con su larga estampa rubia, su flamante bigote, sus brazos desnudos, está remangado en casi todas las instantáneas. No son demasiados los que parecen considerarle un auténtico ídolo ni reparan en su indiscutida titularidad: Mundo, Rosendo Hernández, César, etc., para todos el equipo fue un poco Murillo y diez más. Murillo, durante los siete años que estuvo en Zaragoza, fue un clásico del club: encarnó la entrega honesta, la terca convicción en el arte de golear, la brega constante aliada con la calidad.
        

Su eficacia no admite parangón, salvo la rutilante campaña de 1961--1962 en que el peruano Seminario obtuvo el único Pichichi absoluto en la historia de los blanquillos. Pese a ello, Murillo materializó 18 dianas, y en un par de encuentros, contra Osasuna y Betis, repitió el codiciado hat trick. Algo que también había logrado la temporada anterior, famosa porque el Zaragoza quedó tercero en la Liga y adquirió al versátil Negro Benítez, que se moriría en un estadio tras la ingestión de una lata de mejillones en mal estado: Murillo fusiló tres veces al Elche y al Valladolid, su club de procedencia en 1957, cuando fue adquirido por el Zaragoza.
        

Desde su llegada, los números cantan. Fue el goleador del club año tras año. He aquí sus cifras: en la temporada 57/58, logró 15 goles; en la siguiente sintonizó a las mil maravillas con Mauro y Wilson y marcó doce. En el curso 59/60 repitió la docena e inició esa virtud particular de la triple diana: curiosamente acertó en tres ocasiones contra el Granada y el Las Palmas, en sendos choques que terminaron 6-2 a favor del Zaragoza, presidido por Faustino Ferrer. Una curiosidad casi increíble: Murillo marcó tres goles en la Copa de Ferias en octubre de 1962 frente al Glentoran y el resultado final fue 6-2. En la gran temporada 60/61 formó con un Miguel rejuvenecido (venía del Atlético de Madrid y los aficionados, ante su velocidad y su regate, pedían a gritos que fuese convocado para la selección), Marcelino, Duca y Lapetra, una de las delanteras más consistentes de la Liga; Murillo, bien como ariete, como interior o como falso mediapunta, marcó nada menos que veinte goles y rivalizó con jugadores a los que admiraba como Di Stefano o Puskas. Al año siguiente, el año triunfal de Seminario, cuyo fichaje fue un serial con el Barcelona y el Sporting de Lisboa, El Pulpo rubio añotó 18 tantos: igual marcaba con el pie, de remate seco, de jugada o por veloz desbordamiento, que con la cabeza, arriba, a media altura y en plancha. Era el perfecto depredador del área que, en cuanto el rival le concedía metros o un espacio mínimo en el que remecerse, hacía diabluras letales. El Barcelona le tenía un gran respeto y César confiaba en su carisma y en su determinación, hasta el punto de que lo hizo jugar contra el equipo azulgrana con fiebre. El estilete enjuto y flexible como mimbre cumplió con su gol habitual.
        

Aquel Zaragoza que acariciaba las mieles del éxito contaba con jugadores formidables como Severino Reija, Marcelino, Gonzalo Sigi, conocido por La octava maravilla del mundo, etc. En la temporada 1962--1963 llegaron Santos, Santamaría y Villa, entre otros, y el conjunto alcanzó la final de la Copa del Rey, que perdió en el Nou Camp ante el Barcelona por 3--1. La delantera integrada por Marcelino, Villa, Murillo, Sigi y Lapetra poco pudo hacer ante Pesudo. Comenzada la Liga, se fue Seminario a Italia y dejó créditos entusiastas: jugó ocho domingos y marcó otros tantos goles. Para entonces ya se sabía que César iba a ser el nuevo entrenador culé y que el ex arquero Antonio Ramallets le reemplazaría en la Romareda. Con su incorporación, Joaquín Murillo, iniciaría el éxodo definitivo de los estadios y montaría sucesivos negocios de hostelería.
        

Ningún aficionado de veras habrá olvidado su fina complexión, su testa elevada y su feroz determinación. A su manera, sin llamar en exceso la atención, sin suscitar titulares épicos y sin haber generado una literatura que merecía, halló su paraíso ideal en el área y frente al cancerbero. Ahí era una auténtica figura.
 

NOTICIA. EL ZARAGOZA FICHA A ROBERTO FABIÁN AYALA

NOTICIA. EL ZARAGOZA FICHA A ROBERTO FABIÁN AYALA

 [El Real Zaragoza acaba de hacer una jugada maestra: pagó la cláusula de seis millones de euros de Roberto Fabián Ayala al Villareal, donde no ha llegado ni a debutar, y le ha hecho un contrato por tres años. Así, Ayala, el gran defensor de la selección argentina, sustituye a Gabi Milito, adquirido por el Barcelona. Ayala, de 34 años, encarna al defensa rocoso, intratable, dueño de su área, duro, que impone respeto a sus rivales. Su edad no debe alarmar a nadie: es un jugador que se cuida al máximo y posee unas condiciones físicas espléndidas. Destaca por su pundonor, por su sentido de la colocación y por la autoridad. Es la referencia de sus compañeros y un bastión casi indomable, incluso brusco en ocasiones, brusco y peleón, para los contrarios. Posee un gran salto de cabeza, casi prodigioso para un hombre de 177 centímetros. Actualmente, Ayala es el jugador argentino que más veces  ha jugado con la selección de su país, y ha participado ya en tres Mundiales, y sigue la estela de grandes defensores como Perfumo, Bargas, José Luis Brown o Daniel Pasarella, a quien se parece en su carácter y en su ambición. Esta noche, Argentina juega la final de la Copa de América ante Brasil; Ayala formará en el eje de la zaga con Gabi Milito. El equipo argentino más probable, podría ser éste: Abbondazzieri; Burdisso, Ayala, Milito, Heinze; Verón, Mascherano, Riquelme y Cambiasso; Tévez o Diegol Milito y Messi. El zaragocista Aimar esperará en el banco para entrar al campo. Completamos su perfil, con la entrada de Wikipedia]. 

Roberto Ayala es un futbolista argentino que nació el 14  de abril de 1973. Nació en Paraná (Provincia de Entre Ríos). Juega de defensa central y su primer equipo fue Ferro Carril Oeste.Dado que el nombre de su padre es también Roberto, el prefiere ser llamado Fabián Ayala.

Jugó desde joven en las categorías inferiores de Ferro Carril Oeste hasta 1992, año en el que pasó a formar parte de la primera plantilla. Debutó en la Primera división argentina el 23 de febrero de 1992 en la victoria de Ferro 2:1 sobre Belgrano. En 1994 fichó por River Plate con el que ganó el Torneo Apertura ese mismo año.En 1995 fue traspasado al Napoli. Con este equipo debuta en la Serie A italiana el 27 de agosto de 1995 en el empate con el Bari 1:1.

En 1998 fichó por el Milan equipo con el que se proclamó campeón de la Liga italiana en su primera temporada.
En 2000 el Valencia CF se hace con sus servicios por 4 millones de €. Con este equipo debuta en la Liga española el 24 de septiembre de 2000 en el 3:0 ante Numancia. En su carrera como futbolista del Valencia alcanzó la final de la Liga de Campeones de 2001, perdiéndola en definición por penales frente al equipo alemán del Bayern Munich. Al año siguiente, el equipo obtuvo la Liga española (temporada 01-02).Ese mismo año el Valencia C.F. se clasificó para la final de la Liga de campeones perdiendo 3-0 frente a un fuerte Real Madrid dirigido por el gran Vicente del bosque. En la temporada 03-04, volvieron a ganar la Liga y la Copa de la UEFA (luego de 41 años).

En la temporada 04-05 las lesiones mantuvieron a Ayala fuera de la mayor parte de la Liga, de la victoria frente al Porto en la Supercopa de Europa (2004), la Supercopa española, la Liga de Campeones y la Copa de la UEFA. Sus ausencias no ayudaron al Valencia en su pobre actuación de la temporada.
En febrero de 2007, Ayala firmó contrato con el Villareal para vestir esa camiseta desde junio de 2007 hasta junio de 2010. 

RETRATO, APASIONADO, DE JUAN SEÑOR

RETRATO, APASIONADO, DE JUAN SEÑOR

Dos juanes llegaron en 1981 al Zaragoza, procedentes del Alavés: el líbero Juan Morgado, de técnica depurada, y un futbolista menudo que había despuntado como centrocampista: Juan Señor (Madrid, 26.08.1959). El jugador, rechazado en el Real Madrid por bajito, iba a ser todo un descubrimiento. Pronto demostró --tal vez ante el Boca Juniors de Diego Armando Maradona una caliente tarde de verano-- lo que podía dar de sí: poseía un excelente dominio del balón, ademanes de artista, y tenía visión de juego, picardía, elegancia y coraje. Daba igual donde lo pusiesen; si jugaba de falso lateral tenía algo de hombre invisible que irrumpía por sorpresa con una velocidad letal; si le asignaban su ubicación natural en la media, dirigía al equipo con talento y generosidad, con imaginación y verticalidad. Era un jugador laborioso y técnico: le asignaron pronto los galones de capitán y los asumió por entero con carácter y entusiasmo. Animaba a sus compañeros y exhibía un constante gesto de vitalidad y de rabia que aún se recuerda. En cierto modo, Juan Señor fue el reemplazo sentimental de Carlos Lapetra en la memoria del aficionado zaragocista: el director impecable, el hombre capaz de acelerar un choque o de dormirlo a su antojo, como si fuese un mago.       

Permaneció nueve campañas en el equipo y su rendimiento, su importancia dentro del conjunto, creció día a día. Fue uno de los jugadores esenciales de aquel proyecto campeón que entrenó Leo Benhakker a lo largo de cuatro campañas. Aquel Zaragoza fue de los más brillantes que se recuerdan aquí; figura en la retina del forofo juicioso junto a Los Cinco Magníficos o los zaraguayos de Arrúa, Diarte y Soto. Realizaba un fútbol de ataque espectacular, hermoso en su desarbolada verticalidad, que se iniciaba en un centro del campo prodigioso --con la potencia de Güerri, el trabajo y la calidad de Herrera, el virtuosismo y el disparo de Juan Alberto Barbas, y la invención y la sorpresa de Señor-- y culminaba con Alonso al principio (luego Totó), Amarilla y Valdano. Sin embargo, pese a las expectativas, el Zaragoza sólo alcanzó los puestos sexto y séptimo; y cuarto lo fue --con Luis Costa ya en el banquillo-- en la campaña 85/86, una de las mejores de la historia del club y, sin ningún género de dudas, la mejor de Juan Señor.  
       

El Zaragoza consiguió ser campeón de Copa del Rey ante el Barcelona de Schuster y Víctor Muñoz, tras haber apeado al Atlético de Madrid en semifinales, con un solitario gol de Rubén Sosa. Y Señor, que ya había conseguido la internacionalidad y el último tanto del milagro ante Malta, marcó ante Bélgica el gol que estuvo a punto de clasificar a España para semifinales en México--86, pero además había cosechado quince dianas en la Liga y había sido el máximo goleador del equipo, a mucha distancia de la nueva figura del equipo, el uruguayo Rubén Sosa, el príncipe del gol. En la campaña siguiente, el Zaragoza incorporó al gaditano Pepe Mejías, que siempre jugó por debajo de sus auténticas posibilidades, y al chileño Pato Yáñez, y culminó una gesta europea: llegó a semifinales de la Recopa y cayó ante un prodigioso Ajax, que luego sería el campeón.
       

En la temporada 1988-1989 llegó como entrenador el serbio Radomir Antic, que había dejado una huella magnífica como libre del equipo en dos temporadas a finales de los 70. Señor fue una pieza esencial en esa campaña, pero en la siguiente, en medio de un gran estado de tensión, que incluía enfrentamientos entre los jugadores, el madrileño cayó en desgracia: Antic le arrebató el brazalete de capitán, le prohibió que tirase los penaltis y lo acusó de instigador tras haber insinuado sin modales que los veteranos deben jugar atrás. Fue una etapa desgraciada para la entidad, con divisiones entre la plantilla y desaires constantes que salieron a la luz pública. Con todo, la maestría del pequeño jugador era incuestionable: ejecutaba las faltas como nadie, desplazaba el balón con una precisión absoluta a largas distancias, regateaba, mantenía intacta su visión de juego y esa lucidez innata que otorgan los dioses a los buenos atletas: continuaba fabricando goles de ensueño, golazos de pícaro y los repartía con generosidad entre sus compañeros. El fútbol carecía de secretos para él.
       

En marzo de 1990, durante un entrenamiento, Juan Señor sufrió un desmayo. Fue el principio del fin. En Trento le revelaron que su corazón estaba cansado para la alta competición y se retiró con un palmarés envidiable: cerca de 50 partidos internacionales, 300 partidos en Primera División y 54 goles en su haber, y muchas tardes y noches inolvidables en la Romareda y con la selección, con la cual fue subcampeona de Europa tras aquella final aciaga ante la Francia de Platini, Tigana y Giresse en 1984.
       

Juan Señor es un auténtico ídolo de la Romareda. O debiera serlo: fue un formidable jugador de ésos que hacen época. No reblaba nunca, poseía carisma, astucia, calidad y mucho temperamento; se decía que su autoridad sobre el césped rivalizaba con la que exhibía fuera del campo. Era un líder nato que se entrenaba por su cuenta si lo consideraba necesario. Pertenece a la escuela de los estilistas puros, como García Castany, Villa, Lapetra, Nayim, Scifo, Marcial, Overath o Míchel. Quizá haya pasado poco tiempo para darnos cuenta de que ha sido una estrella incesante cuyo fulgor se prolongó durante una década irrepetible.